El esclavo del demonio (IV)
de Antonio Mira de Amescua
El esclavo del demonio (IV)
de Antonio Mira de Amescua
En nuestro “camino español” por el teatro del Siglo de Oro, nos hemos detenido estas semanas en una obra cuyo manuscrito original se perdió y se reconstruyó a partir de copias: El Esclavo del Demonio (1612), escrita por Antonio Mira de Amescua en pleno esplendor del Barroco. Esta obra, que combina drama religioso, intriga y elementos sobrenaturales, sigue siendo hoy un testimonio de la audacia creativa de una época irrepetible. Mira de Amescua (1577-1644), sacerdote y poeta granadino, fue un autor prolífico pero ensombrecido por los gigantes Lope de Vega o Calderón. En plena Contrarreforma, cuando la Iglesia combatía la herejía, él creó una obra audaz: mezcló la leyenda de San Gil de Portugal (un santo que pactó con el diablo) con elementos de Fausto, anticipándose a Goethe en dos siglos.
La obra es una rica representación de los conflictos morales y existenciales propios del Barroco, donde la caída y redención del hombre son protagonistas, en un mundo que se percibe como efímero, ilusorio y en constante lucha entre fuerzas divinas y demoníacas.
Uno de los ejes centrales de la obra es la lucha entre el Bien y el Mal, entre el Pecado y la Redención, encarnado principalmente en el personaje de Don Gil. Don Gil, inicialmente un "canónigo santo" de Coimbra, admirado por su ayuno y penitencia, cae en el pecado. Él mismo confiesa haber matado a tres labradores, forzado a dos mujeres, asaltado a diez pasajeros y aprendido "dos encantos". Se declara "discípulo... de buen maestro, y esclavo de buen señor", refiriéndose al demonio. Su caída se hace más profunda al hacer un pacto con Angelio (el demonio), en el que reniega de Dios y del bautismo, perdiendo la fe y ofreciendo su alma para gozar de Leonor. Este pacto representa la entrega al mal. No obstante, Don Gil experimenta un profundo arrepentimiento. Clama a Dios pidiendo ser librado de sí mismo y transformarse, comparándose con San Pedro y San Pablo.
Este proceso culmina en una batalla espiritual por su alma entre un Ángel y el Demonio, de la cual sale victorioso el Ángel, y Don Gil puede afirmar finalmente "Esclavo fui del diablo, pero ya lo soy de Dios". La trama de Lisarda también refleja esta lucha. Su desobediencia inicial y actos de salteo y venganza la llevan a una profunda penitencia, que incluye la desfiguración de su rostro y la vida como esclava. Su muerte final es presentada como una redención, habiendo "pagado" su pecado con su dolor y obediencia.
Otro de los ejes es el Desengaño, que se manifiesta en la revelación de la verdadera naturaleza de los placeres mundanos. Don Gil sufre un golpe de desengaño cuando la mujer que creía gozar ("divina Leonor") se revela como una "muerte" cubierta con un manto, y luego se hunde. Se da cuenta de que "es propio del pecado parecerle al hombre feo después que está ejecutado" y que los gustos de la vida "todos paran en muerte" y son "de mentira".
Angelio, el demonio, refuerza esta idea al explicar que los placeres que el mundo y el abismo ofrecen no tienen "más existencia" y que el "verdadero bien jamás" lo dan. Este discurso del demonio sirve para ilustrar la vanidad de los deleites temporales. La propia Lisarda, al final de su vida, reconoce: "La vida, el mundo, el gusto y gloria vana / son junto nada, humo, sombra y pena. / Del alma, que es eterna, el bien importa", un claro reflejo del desengaño barroco.
También la brevedad de la vida y la fugacidad de los placeres, la conciencia de la fugacidad del tiempo y la inevitabilidad de la muerte, impregnan varios pasajes. Marcelo reflexiona sobre su vejez como un "invierno frío" y la brevedad de la vida: "Mi cuerpo apenas se mueve, / que la edad mayor es breve / como el hombre no es eterno". Don Gil, en su etapa de santidad, predica a Don Diego sobre esta misma idea: "Busca el bien, huye el mal, que es la edad corta, / y hay muerte y hay infierno, hay Dios y gloria". Irónicamente, él mismo cae en el olvido de esta verdad. Angelio subraya que la belleza y la salud en la mujer tienen una existencia limitada a "un pequeño instante, y este instante es el presente".
La obra juega constantemente con la dualidad entre lo que parece y lo que realmente es, la apariencia frente a la realidad. La transformación y disfraces de los personajes son clave: Don Gil pasa de santo a pecador y luego a penitente. Lisarda, la noble hija de Marcelo, se desfigura el rostro y se viste de esclavo para su penitencia, pidiendo "No quiero ser conocido". La confusión de identidades entre Don Sancho y el Príncipe de Portugal, ambos presentándose como "Don Sancho" al llegar a la aldea de Marcelo, es otro ejemplo. Leonor incluso cree que el Príncipe es un "truhán que hacernos burlas desea". Don Diego "se ha fingido loco" para evitar la justicia, lo que muestra el uso de la apariencia para manipular la realidad.
Temas arraigados en la sociedad española de la época y recurrentes en el teatro, son el honor y la venganza. Marcelo está obsesionado con vengar la muerte de su hijo y la deshonra de Lisarda. Se considera "justicia" en su tierra y "señor". Lisarda, al inicio de su caída, está motivada por la "venganza y la afición" y planea matar a Don Diego para vengar su "agravio" y "honor".
La libertad de elección y sus consecuencias morales son fundamentales, el libre albedrío es la esencia del catolicismo. La obra explora la tensión entre las inclinaciones (pasiones, deseos) y la capacidad del individuo para elegir entre el bien y el mal. Lisarda, al principio, se siente arrastrada por el amor y la venganza, diciendo "fuerza de estrellas me inclina". Sin embargo, Don Gil, a pesar de sus caídas, siempre mantiene la posibilidad de arrepentirse y elegir a Dios. Él mismo reflexiona: "si yo tengo / en mis manos mi albedrío", aunque luego se sienta "vencido" y "soltome Dios de su mano" al pecar. Su redención final reafirma la capacidad del ser humano para elegir la salvación, incluso después de los mayores pecados, totalmente opuesto a la predestinación protestante.
La metáfora de la vida como una representación teatral es también evocada, el mundo es un teatro. Angelio, al tentar a Don Gil, describe una ciudad fantástica con elementos de las grandes ciudades de España y Europa, como si creara un escenario ilusorio para su caída. Don Gil también alude a esta idea al mencionar que Angelio, el demonio, derribó "tres partes... de las estrellas / para que al coso deste mundo bajen", comparando el mundo con un ruedo o escenario.
Hoy, las librerías rebosan de “best-sellers” anglosajones de autoayuda superficial ("Cómo ser feliz en 5 pasos"), pero ignoran todo el Siglo de Oro, con obras como El esclavo del demonio, que abordaban con hondura la ansiedad existencial ("¿tiene sentido mi vida?"), la ética del deseo ("¿vale todo por el éxito?") y el perdón ("¿puedo empezar de nuevo?").
Es escandaloso que editoriales y librerías no tengan secciones dedicadas a este legado. El Barroco español fue cultura popular de calidad, no un lujo para eruditos. Recordemos que mientras el público de Shakespeare era la burguesía, el de las comedias del Siglo de Oro provenía de cualquier estrato social, desde nobles hasta plebeyos analfabetos que seguían las obras por acción y lenguaje claro.
Necesitamos ediciones accesibles (con notas actualizadas), adaptaciones al lenguaje moderno (como se hace con Shakespeare) y campañas de difusión: que las redes y escuelas descubran que Lope, Cervantes, Tirso, María de Zayas o Mira de Amescua son tan adictivos o más que cualquier “streaming”.
Tal vez, como decía Calderón, "el mayor delito del hombre es haber nacido"... pero, sin duda, el segundo delito, es dejar morir su cultura.
Blas Molina