La dama duende (I)
Comedia de Pedro Calderón de la Barca
La dama duende (I)
Comedia de Pedro Calderón de la Barca
Nuestro camino español se detiene hoy, otra vez, en Pedro Calderón de la Barca, la gran cumbre del teatro barroco español y el heredero que perfeccionó la comedia nueva creada por Lope de Vega. Si Lope fue el genio de la naturaleza y la fecundidad, Calderón lo fue del intelecto y la profundidad. Su obra, más pulida y reflexiva, convirtió el escenario en un foro para debatir los grandes conflictos del ser humano: el libre albedrío frente al destino, los límites del honor, la ilusión versus la realidad y la búsqueda de la verdad en un mundo engañoso. Maestro tanto de los autos sacramentales, de los que es su máximo exponente y en los que ya nos hemos detenido en alguna ocasión, como de dramas filosóficos como La vida es sueño o comedias de enredo llenas de ingenio como la que ahora nos detiene, La dama duende, Calderón legó un universo teatral de una coherencia y una potencia conceptual únicas, que influiría decisivamente en el teatro europeo posterior y consolidó el Siglo de Oro de la literatura española.
Jornada Primera. Duelos, secretos y el origen del duende.
La Jornada se inicia con la llegada a Madrid de Don Manuel y su gracioso, Cosme, quienes han perdido las fiestas del bautismo del Príncipe Baltasar por “una hora”. Cosme, con su habitual toque cómico y sentencioso, reflexiona sobre la importancia de la puntualidad, mencionando cómo un retraso similar afectó a personajes míticos: “Por un hora que füera / antes Píramo a la fuente, / no hallara a su Tisbe muerta”. Don Manuel explica que se dirigen a la casa de su gran amigo Don Juan de Toledo, quien le ofrece alojamiento como pago de una antigua deuda de vida y amistad.
Mientras se dirigen a la posada, se produce el suceso fundamental que desencadena la acción: Doña Ángela y su criada Isabel, ambas cubiertas, aparecen pidiendo socorro urgente a Don Manuel, un completo extraño. Doña Ángela le ruega que la ampare de un hidalgo que la persigue, advirtiéndole: “honor y vida me importa, / que aquel hidalgo no sepa / quién soy, y que no me siga. / Estorbad por vida vuestra / a una mujer principal / una desdicha, una afrenta”. Don Manuel, motivado por su nobleza, se siente inmediatamente obligado a intervenir. Don Luis, el perseguidor y hermano de Don Juan, aparece en escena. Para detenerlo sin revelar la causa, Cosme se acerca con el pretexto de que le lea una carta. Don Luis, impaciente, lo maltrata, forzando a Don Manuel a intervenir para defender a su criado.
La disputa escala rápidamente y los dos hidalgos sacan las espadas. Don Juan y Doña Beatriz llegan para detener la pendencia. Don Juan reconoce con asombro que el forastero con quien lucha su hermano es Don Manuel, su amigo y huésped esperado. Don Luis, al comprender la situación, se retira con gallardía, reconociendo el valor de Don Manuel y excusándose con la frase: “quien no excusó la pendencia / solo, estando acompañado / bien se ve, que no la deja / de cobarde. Idos con Dios…”. A pesar de que Don Manuel ha recibido una herida leve en la mano, Don Juan insiste en llevarlo a su casa para curarle.
Tras la retirada de Don Juan y Don Manuel, Don Luis se queda con su criado Rodrigo, frustrado por el altercado. Don Luis, dominado por los celos, revela a Rodrigo su verdadera pena: le preocupa que Don Juan haya alojado a un hombre joven y gallardo en casa, sabiendo que allí vive su hermana, Doña Ángela, quien es viuda, joven y bella, y a quien mantienen oculta del mundo. Rodrigo explica la situación de Doña Ángela: su esposo murió dejándola con deudas reales, por lo que vive en Madrid en secreto y retirada. Para asegurar su reclusión, Don Juan cerró la puerta que conectaba su habitación con la sala principal de la casa, instalando en su lugar una frágil alacena de vidrios.
Mientras tanto, Doña Ángela, encerrada en su habitación, lamenta su confinamiento: “Válgame el cielo, que yo / entre dos paredes muera, / donde apenas el sol sabe / quién soy…”. Isabel la advierte sobre los peligros de salir tapada. Poco después, Don Luis entra en la habitación de Ángela y relata la pendencia con el huésped, confirmando el suceso sin sospechar que ella fue la dama por la que lucharon. Doña Ángela, al saber que Don Manuel, su defensor, está herido y es huésped en la casa, concibe un plan para verlo y asistirlo en secreto, movida por la gratitud: “es bien mirar por su herida, / si es que segura de miedo / de ser conocida, puedo / ser con él agradecida”. Isabel le revela que la alacena que cubre la puerta de su cuarto puede desplazarse y está puesta “en falso”, sirviendo de pasadizo secreto entre su habitación y la del huésped.
La escena se traslada al cuarto de Don Manuel. Después de que Don Juan y Don Luis se despiden (con Don Luis ofreciendo su espada a Don Manuel como acto de respeto), Cosme regresa. Se queja de que se ha caído en una zanja con las maletas, y luego se dispone a organizar sus pertenencias. Don Manuel se retira a descansar. Aprovechando la ausencia de ambos, Doña Ángela e Isabel entran por el pasadizo de la alacena. Curiosa, Doña Ángela inspecciona las maletas de Don Manuel, encontrando un retrato de una mujer que le produce sospecha. Decidida, escribe un billete y lo esconde bajo la toalla de las almohadas. Isabel, por su parte, le gasta una broma a Cosme, robándole su dinero de la bolsa y reemplazándolo con carbones.
Cuando Cosme regresa, encuentra la habitación revuelta y, al ver el dinero convertido en carbones, clama a los cielos, nombrando por primera vez a la figura central del misterio: “Duendecillo, duendecillo, / quien quiera que fuiste y eres…”. Don Juan y Don Luis oyen las voces de Cosme, acusándolo de estar loco o de ser bromista.
Finalmente, Don Manuel encuentra la nota escondida. El mensaje, cerrado y dirigido solo a él, expresa preocupación por su salud y le ruega que mantenga el secreto, pues si se descubre, ella perdería “el honor y la vida”. Don Manuel intenta dar una explicación racional al suceso, pensando que la dama es la amante de Don Luis y que tiene acceso a la casa. Cosme refuta esta teoría, señalando que tal explicación no justifica la alteración de la ropa en una habitación cerrada, lo que lo lleva a sospechar de algo sobrenatural. Don Manuel se niega rotundamente a creer en espíritus, duendes, o nigromantes, insistiendo: “no creas que hay en el mundo, / ni duendes ni familiares”. La jornada concluye con Don Manuel resuelto a escribir una respuesta, decidido a permanecer vigilante para desentrañar el misterio del duende sin involucrar a sus anfitriones.
Esta secuencia de eventos establece la premisa de la obra: la existencia de un pasadizo secreto que permite a Doña Ángela moverse a voluntad en la casa de sus hermanos, usando su invisibilidad para establecer contacto con el huésped, Don Manuel, quien queda confundido y fascinado por lo que parece ser un fenómeno sobrenatural. Es como si el rigor del encierro de Doña Ángela (las cuatro paredes y la alacena de cristal) se hubiera transformado en una llave mágica, permitiéndole ser una figura de la fantasía mientras sigue estando bajo la estricta vigilancia de sus hermanos.
Blas Molina