Fuente Ovejuna (y IV)
Comedia de Lope de Vega Carpio
Fuente Ovejuna (y IV)
Comedia de Lope de Vega Carpio
El grito imperecedero de un pueblo.
Mientras las legiones de Star Wars desfilaban el sábado por Zaragoza y las banderas culturales ajenas ondean en nuestros productos como estandartes de una modernidad impostada, existe un universo paralelo, tan nuestro como deliberadamente olvidado, donde la palabra era un arma tallada en versos octosílabos, el honor un patrimonio colectivo más valioso que la vida y la justicia una conquista popular que nacía del vientre ultrajado de un pueblo. En ese universo, el de nuestro Siglo de Oro, se alza imponente Fuente Ovejuna de Lope de Vega, no como una reliquia polvorienta en el desván de la historia literaria, sino como un espejo brutalmente actual de lo que fuimos y, quizás, de lo que aún podríamos ser si recuperásemos la memoria.
Lope de Vega, ese "monstruo de la naturaleza" cuya productividad creativa avergonzaría a cualquier guionista contemporáneo, no escribía para críticos eruditos ni para cenáculos exclusivos, sino para el pueblo llano que llenaba los corrales de comedias. Y en Fuente Ovejuna capturó con genial intuición la esencia de una verdad incómoda y permanentemente revolucionaria: que la soberanía última, aquella que emana del derecho natural a la dignidad, reside en la comunidad. Ante la tiranía depredadora de un Comendador que creía que su cruz de Calatrava y su linaje le conferían derecho a todo –a violar mujeres, a azotar labradores, a humillar alcaldes, a quebrantar bodas–, el pueblo de Fuente Ovejuna no apeló a un héroe individual salido de la nada. No aguardó la llegada de un salvador externo. La chispa fue individual, sí, en el grito desgarrado y sublime de Laurencia, pero el incendio que consumió hasta los cimientos el edificio de la tiranía fue colectivo, metódico y tan irrevocable como el curso de un río.
En nuestra era de individualismo exacerbado, de influencers efímeros y de luchas solitarias libradas en las redes sociales, la obra de Lope nos grita desde el siglo XVII con una voz que retumba en el presente: la fuerza verdadera, la que transforma la historia, nace de la unidad consciente. El "¡Fuente Ovejuna lo hizo!" que corean al unísono el alcalde Esteban, la mujer torturada, el niño y el labrador Mengo bajo los tormentos del juez pesquisidor, no es una simple coartada para eludir castigos. Es la afirmación sublime y terrible de una identidad colectiva que se ha hecho cargo por completo de su propio destino. Es la negación más radical de la culpa individual frente a la responsabilidad y la justicia comunitaria. Es el pueblo erigido en un solo cuerpo moral, indisoluble e inquebrantable.
Los personajes que pueblan este drama no son meros arquetipos planos, sino ecos profundos de nuestras propias contradicciones humanas: Laurencia trasciende por completo la figura de la doncella pasiva y sumisa del romance medieval para erigirse como una mujer de carne y hueso, dotada de una fuerza verbal devastadora cuyo discurso ante los hombres congregados del pueblo –"¿Para qué os ceñís estoques? / ¡Vive Dios, que he de dar en ello! / ¿Para qué sois hombres, cobardes? / ¿Qué nombre tenéis de hombres? / [...] / ¡Armas, armas, que rabian!"– constituye uno de los llamados a la acción más electrizantes y moralmente necesarios de toda la literatura universal; Frondoso encarna el valor temerario que nace del amor y el compromiso, desafiando al poder absoluto con una ballesta y la entereza de quien defiende lo que es suyo; Mengo, azotado brutalmente por el simple hecho de defender a una mujer de las garras del Comendador, se transfigura en el símbolo máximo de la resistencia estoica y del humor indomable incluso bajo tortura; y el Pueblo, el auténtico y único protagonista de esta epopeya, representa esa entidad moral que, cuando es empujada más allá de sus límites, descubre que es capaz de reinventar el orden, de hacer justicia con sus propias manos y de asumir las consecuencias con una unidad que desarma por completo a los poderosos.
Vivimos sumergidos en una asimetría cultural bochornosa, en un complejo de inferioridad autoinfligido. Mientras estudiamos a Shakespeare en las aulas con un respeto casi reverencial, las obras completas de Lope de Vega –el autor que revolucionó el teatro y lo llevó a las masas– son casi desconocidas, excepto excepciones como la presente.
Permitimos, con pasividad inquietante, que hispanistas extranjeros nos expliquen los vericuetos de nuestra propia historia con una autoridad incontestada que nunca, en ningún foro serio, concederíamos a un estudioso español para narrar la historia británica o norteamericana. Hemos interiorizado hasta la médula una inferioridad cultural que nos lleva a vestir frases vacías en inglés en nuestras camisetas mientras ignoramos olímpicamente los versos inmortales que forjaron la potencia y la belleza de nuestra propia lengua.
Frente a esta deriva amnésica y acomplejada, Fuente Ovejuna se erige como un antídoto poderoso, como un recordatorio urgente. No es una obra sobre un pasado remoto y superado; es un manual de dignidad, de ética cívica y de poder popular para el presente. Nos recuerda, con la contundencia de un hachazo, que mucho antes de que existieran los conceptos modernos de justicia social, empoderamiento ciudadano y resistencia civil, un dramaturgo español, en el corazón del Madrid de los Austrias, ya los había escenificado con una potencia dramática y una profundidad psicológica que aún hoy deberían estremecernos.
El final, con el perdón real concedido por los Reyes Católicos, no es una rendición del pueblo ni una simple restauración del orden anterior. Es una reafirmación política de altísimo vuelo. Los monarcas no perdonan por pura benevolencia o debilidad, sino porque comprenden la lógica irrebatible del hecho consumado y la nueva correlación de fuerzas: cuando un pueblo entero se levanta como un solo hombre, cuando prefiere la muerte unánime a la delación individual, no hay ley, ni tortura, ni poder terrenal que pueda derrotarle.
Es la victoria de la razón de Estado, que inteligentemente prefiere absorber y legitimar la rebelión justa antes que enfrentarse para siempre a un pueblo que ha descubierto, para su sorpresa y para la nuestra, el abrumador poder de estar "todos a una".
Por todo ello, reivindicar Fuente Ovejuna y a Lope de Vega no es un acto de nostalgia rancia ni de nacionalismo excluyente. Es, muy al contrario, un acto de soberanía cultural y de autoafirmación en un mundo globalizado que tiende a homogeneizar y a sepultar las voces disonantes. Es alzar la voz, en medio del ruido ensordecedor de la cultura global, para gritar que aquí, en nuestra tradición, en nuestras raíces, laten ecos de un tiempo en el que la palabra bien medida, la honra colectiva y la acción decidida de un pueblo unido podían, literalmente, abatir tiranos. Es recordarnos a nosotros mismos, con la fuerza de la evidencia, que poseemos un patrimonio literario y humanístico de valor incalculable que no necesita pedir permiso ni disculpas para ser profundamente relevante, moderno y necesario.
Fuente Ovejuna lo hizo. Y su hazaña, cuatro siglos después, sigue interpelándonos con la misma fuerza con la que Laurencia interpeló a los hombres de su villa: ¿Seremos capaces nosotros, hoy, de estar a la altura? ¿De estar, como ellos, verdaderamente "todos a una"? No para asaltar palacios feudales, sino para reconquistar, con la misma determinación unánime, el espacio de orgullo, respeto y centralidad que por derecho propio le corresponde a nuestra cultura en el imaginario global y, lo que es aún más importante, en el espejo donde miramos nuestra propia identidad.
Blas Molina