El condenado por desconfiado (II)
de Tirso de Molina
El condenado por desconfiado (II)
de Tirso de Molina
En la jornada primera conocimos a Paulo, un ermitaño atormentado por dudas sobre su salvación tras un sueño premonitorio. El Demonio, disfrazado de ángel, lo engaña diciéndole que su destino está ligado al de un hombre llamado Enrico en Nápoles. Paulo viaja a Nápoles con su gracioso Pedrisco. En Nápoles, se presenta a Celia, una mujer de reputación dudosa ligada a Enrico, y conocemos la maldad de este último. Al llegar Paulo, presencia la crueldad de Enrico y, creyendo que su destino está atado al de Enrico, decide abandonar su vida de penitencia y seguir el camino del mal.
Jornada II. El encuentro de los destinos.
La Jornada Segunda continúa explorando el contraste entre la aparente maldad de Enrico y la creciente desconfianza de Paulo, llevando a ambos por caminos inesperados. La jornada se desarrolla en Nápoles y sus alrededores, marcada por encuentros violentos, momentos de inesperada piedad y un debate teológico sobre la misericordia divina.
La jornada se inicia con Enrico y Galván después de una partida de juego desafortunada para Enrico. Enrico se lamenta de su mala suerte y de haber perdido noventa y nueve escudos, aunque Galván le recuerda que el dinero no le había costado nada. A pesar de su disgusto por el juego, Enrico tiene en mente otros asuntos más sombríos: el asesinato de Albano, hermano de Laura, por el que ya ha recibido la mitad del dinero. A pesar de estar sin blanca, Enrico reafirma su intención de matar a Albano.
Enrico también menciona sus planes para ayudar a Cherinos y Escalante esa noche en el robo de la casa de Otavio el genovés, donde planea ser el primero en subir a los balcones para conseguir ventaja. Envía a Galván a informar a sus cómplices de que los espera.
Mientras espera a sus compañeros, Enrico revela una faceta sorprendente de su carácter. Menciona a un viejo padre tullido, a quien mantiene desde hace cinco años. A pesar de su vida de crimen, Enrico siente una profunda obligación filial, utilizando el dinero que obtiene de Celia o de sus robos para cuidar de su padre. Reflexiona sobre cómo nunca ha ofendido a su padre ni le ha causado pesadumbre, ocultándole siempre sus fechorías por temor a que lo detuviera.
La escena se traslada al encuentro entre Enrico y su padre, Anareto, a quien encuentra durmiendo en una silla. Enrico se disculpa por su tardanza y Anareto expresa su alegría al verlo. Enrico utiliza un lenguaje afectuoso y respetuoso hacia su padre: “No el sol por celajes rojos / saliendo a dar resplandor / a la tiniebla mayor, / que es para tan alto bien, / parece al día tan bien / como vos a mí, señor”.
Anareto, a su vez, elogia la virtud de su hijo. Enrico se preocupa por si su padre ha comido y se dispone a prepararle la mesa con un escudo que reservó de su mala partida de juego. Anareto agradece su cuidado y lo bendice. Enrico ayuda a su padre a levantarse, deseando poder darle su propia vida dada su enfermedad.
Anareto, presintiendo su final, le pide a Enrico que se case. Enrico, para darle gusto a su padre, aunque sea fingiendo, promete casarse al día siguiente. Anareto le da un consejo sobre el matrimonio, advirtiéndole que no busque una mujer hermosa y que confíe siempre en su amor.
Finalmente, el sueño vence a Anareto mientras le da su último consejo.
Enrico cubre a su padre y regresa Galván, quien le informa que Albano está paseando por la calle, listo para ser asesinado. Sin embargo, inesperadamente, Enrico duda en cometer el asesinato. Alega que los ojos dormidos de su padre le infunden temor y que no se atreve a cometer tal delito en su presencia. Le pide a Galván que corra la cortina para no verlo, sintiendo que la piedad lo debilita.
Una vez que no ve a su padre, Enrico vuelve a su bravuconería, pero cuando Albano pasa por la calle, la visión de su vejez detiene nuevamente a Enrico. Reconoce en Albano una imagen de su padre y se niega a matarlo por respeto a su ancianidad: “Miro un hombre que es retrato / y viva imagen de aquél / a quien siempre de honrar trato; / pues di, si aquí soy cruel, / ¿no seré a mi padre ingrato? / Hoy de mis manos tiranas / por ser viejo, Albano, ganas / la cortesía que esperas, / que son piadosas terceras, / aunque mudas, esas canas.”
Enrico deja ir a Albano, contradiciendo su propia reputación. Galván se muestra confundido por este cambio. Enrico explica que el respeto por las canas de su padre le ha hecho reprimir su furor.
Poco después, aparece Otavio, sorprendido de encontrar a Albano vivo. Acusa a Enrico de no cumplir su palabra y de no ser un hombre de bien. Galván provoca a Otavio, y en un arrebato, Enrico mata a Otavio de una puñalada. Justifica su acción diciendo que mata a hombres arrogantes, no a los viejos..
Inmediatamente después del asesinato, se escucha al Gobernador ordenando el arresto de Enrico. Enrico se enfrenta valientemente a una multitud de hombres armados, hiriéndolos y matando al propio Gobernador en su intento de escapar.
En su huida, Enrico se dirige hacia el mar, pero al recordar a su padre anciano y afligido, decide volver para llevarlo consigo, comparándose con Eneas llevando a Anquises. Sin embargo, al verse perseguido, reconoce que no puede llevar a su padre y le pide perdón antes de lanzarse al mar con Galván.
La escena cambia abruptamente a un paraje montañoso donde aparece Paulo, vestido de bandolero, junto con otros forajidos y Pedrisco, también convertido en bandolero. Han capturado a tres hombres y Paulo, ahora líder de la banda, se dispone a sentenciarlos a muerte por no haber entregado su dinero. A pesar de las súplicas de los prisioneros, Paulo ordena colgarlos de un roble.
Pedrisco se muestra sorprendido por la transformación de Paulo, recordando su fervor religioso anterior y contrastándolo con su actual crueldad. Paulo declara que su intención es imitar, e incluso superar, los hechos de Enrico, justificándose en el destino común que les espera según la palabra del falso ángel. Paulo expresa su rabia y su determinación de abrazar la maldad: “Pues hoy verá el cielo en mí / si en las maldades no igualo / a Enrico. / Fuego por la vista exhalo.” Ordena a Pedrisco colgar a los prisioneros.
En un momento inesperado, se escucha un canto religioso a la distancia, hablando del perdón divino para los pecadores arrepentidos. Paulo se muestra intrigado y envía a dos bandoleros a investigar el origen de la voz.
Un pastorcillo aparece tejiendo una corona de flores y cantando el romance sobre la misericordia de Dios. Paulo le pregunta quién le enseñó ese canto, que le causa temor al contradecir su desesperación. El pastor responde que Dios o la Iglesia se lo enseñaron. Paulo cuestiona si Dios perdonará a un hombre que lo ha ofendido gravemente. El pastor ofrece una extensa explicación de la infinita misericordia divina, citando ejemplos bíblicos como Pedro, Mateo y María Magdalena, así como a San Francisco, enfatizando que Dios siempre está dispuesto a perdonar al pecador arrepentido.
A pesar de la fuerza de las palabras del pastor, Paulo se resiste a creer en el perdón para Enrico, dado su extrema maldad. El pastor, insistiendo en su mensaje, se marcha en busca de una oveja perdida.
Paulo comienza a dudar de su decisión, preguntándose si Enrico podría arrepentirse. Sin embargo, llega Pedrisco con noticias impactantes. Relata cómo él y Celio presenciaron en la ribera del mar una violenta tormenta en la que vieron las cabezas de dos hombres luchando contra las olas ensangrentadas: eran Enrico y Galván. Pedrisco cuenta que vio a Enrico salir del mar echando improperios y renegando de Dios por haberlo librado.
Esta noticia parece confirmar la maldad de Enrico a los ojos de Paulo, reforzando su desconfianza en la posibilidad de su salvación. Poco después, los bandoleros traen a Enrico y Galván atados y mojados.
Pedrisco se burla de Enrico por haberse arrojado al mar. Enrico, furioso a pesar de su situación, amenaza a Pedrisco. Finalmente, por orden de Pedrisco, atan a Enrico y Galván a un árbol. Pedrisco ordena a los bandoleros que tomen arcos y flechas para asaetearlos, aunque secretamente les indica que no los hieran, sospechando que el capitán (Paulo) los conoce.
Mientras los bandoleros fingen prepararse para ajusticiarlos, Enrico mantiene su orgullo y Galván expresa su miedo. En ese momento, aparece Paulo nuevamente vestido de ermitaño, con una cruz y un rosario. Su intención es probar si Enrico se acuerda de Dios en este trance.
Enrico se muestra sorprendido por la situación, pero se niega a confesarse cuando Paulo se lo ofrece. Paulo se siente cada vez más confundido y desesperado ante la obstinación de Enrico. Enrico, por su parte, se muestra impaciente y hasta amenazante con el ermitaño.
Ante la negativa de Enrico, la desesperación se apodera de Paulo. Expresa su desconfianza en la misericordia divina, sintiendo que su propio destino está sellado por la supuesta condenación de Enrico. En un acto simbólico de abandono de su fe, Paulo se despoja de su sayal de ermitaño, toma la daga y la espada, y cuelga el saco de penitencia. Desata a Enrico y Galván.
Paulo lamenta profundamente haber conocido a Enrico, culpándolo de su perdición. Revela su historia: cómo un ángel le anunció que su destino estaría ligado al de Enrico. Al descubrir la maldad de Enrico, Paulo decidió seguir su ejemplo, convirtiéndose en bandolero. Sin embargo, ahora, ante la impenitencia de Enrico, su desesperación es total.
Para sorpresa de Paulo, Enrico reprende su desconfianza. Afirma que las palabras de Dios a través del ángel tienen un significado profundo y que Paulo no debió abandonar su vida de fe. Acusa a Paulo de desesperación y de oponerse a la misericordia divina. A pesar de reconocerse como el peor hombre del mundo, Enrico expresa su esperanza de salvarse, no por sus obras, sino por la piedad de Dios. Incluso le propone a Paulo vivir juntos en la montaña mientras les quede vida, confiando en la misericordia divina que siempre vence a la justicia.
Las palabras de Enrico consuelan un poco a Paulo. Enrico recuerda una joya olvidada en la ciudad y, a pesar del peligro, decide ir a buscarla. Paulo envía a Pedrisco con él. Antes de partir, Enrico expresa su confianza en Dios, mientras que Paulo reafirma su desconfianza.
Paulo concluye la Jornada Segunda con un lamento por su destino, reafirmando su convicción de que su desconfianza lo condenará: “¡Ah, Enrico, nunca nacieras!”
Blas Molina