El condenado por desconfiado (IV)
de Tirso de Molina
El condenado por desconfiado (IV)
de Tirso de Molina
En el vasto universo del Siglo de Oro español, pocas obras son tan profundas como “El condenado por desconfiado”, de Tirso de Molina. ¿Puede la desconfianza condenar el alma? ¿Es la fe, y no sólo las obras, la clave de la salvación? Este drama teológico, escrito en plena Contrarreforma, sigue desafiando con sus preguntas eternas sobre la gracia divina y la fragilidad humana.
Fray Gabriel Téllez, conocido como Tirso de Molina, fue un fraile mercedario y uno de los grandes dramaturgos del Barroco español. Su doble condición de religioso y artista le permitió explorar como pocos los conflictos espirituales del ser humano. Con obras como “El burlador de Sevilla” (donde crea el mito de Don Juan) y “El condenado por desconfiado”, Tirso fusionó teología y teatro, llevando a escena las grandes inquietudes morales de su tiempo.
La España del siglo XVII tenía muy presentes las tensiones religiosas. La Contrarreforma católica insistía en la importancia de la fe y las obras para la salvación, pero también en la omnipotencia de la gracia divina. “El condenado por desconfiado” no podría haber sido escrita por un protestante (que enfatiza la predestinación) ni por un musulmán (para quien la salvación depende de la sumisión a Alá). Tirso plantea un dilema netamente católico: ¿puede el hombre, con su libre albedrío, rechazar la misericordia de Dios? Hoy, en una sociedad donde muchos viven en una desconfianza sistemática hacia lo trascendente —ya sea por escepticismo, indiferencia o influencia de un mundo secularizado—, la obra adquiere una nueva dimensión. Paulo no solo es un personaje del siglo XVII; es también el reflejo de quien, ante la duda o el vacío existencial, se aleja de toda posibilidad de redención por considerar que ésta sencillamente no existe.
Como ya hemos repasado, la trama de la obra gira en torno a Paulo, un ermitaño que vive en santidad, pero que cae en la desesperación cuando un demonio le hace creer que su destino es el mismo que el del bandido Enrico. Obsesionado con esta idea, Paulo abandona su fe y se entrega al pecado, convencido de que está predestinado a la condena. En cambio, Enrico, a pesar de sus crímenes, se arrepiente en su lecho de muerte y alcanza la salvación. La paradoja es clara: uno se condena por su orgullo espiritual; el otro se salva por su humilde confianza en Dios.
Paulo y Enrico no son sólo personajes, sino símbolos de un debate teológico que trasciende el tiempo. Paulo representa el peligro de la soberbia espiritual, el hombre que cree poder controlar su destino sin necesidad de confiar en algo superior. Su error no es pecar, sino desconfiar de la misericordia divina hasta el punto de considerarse indigno de ella. Enrico, en cambio, encarna la redención inesperada: aunque vive sumido en el crimen, su arrepentimiento sincero lo salva. Ambos son espejos invertidos: uno merece el cielo según su propia lógica, pero se pierde; el otro merece el infierno según la justicia humana, pero se salva.
Los temas que aborda la obra son tan profundos como universales. La desconfianza, más que un simple pecado, se convierte aquí en una condena autoimpuesta. Tirso explora la tensión entre la gracia divina y el libre albedrío, cuestionando si Dios decide nuestro destino o si somos nosotros quienes, con nuestras decisiones, lo forjamos. Además, la psicología del pecado adquiere un matiz fascinante: la obsesión de Paulo lo lleva a autocumplir su propia condena, como si la desesperanza fuera un abismo del que no puede escapar.
Estilísticamente, Tirso emplea un lenguaje barroco lleno de contrastes —luz y sombra, cielo e infierno— y monólogos angustiosos que revelan el tormento interior de Paulo. La obra es una tragedia teológica donde el verdadero conflicto no ocurre en el mundo exterior, sino en el alma del protagonista. Este enfoque psicológico anticipa temas que siglos después exploraron autores como Dostoievski o Sartre.
En su época, “El condenado por desconfiado” fue recibida como un profundo debate teológico, pero también como una advertencia sobre los peligros de la duda extrema. Hoy, su legado perdura en comparaciones inevitables con obras como “La vida es sueño” de Calderón (¿qué define nuestro destino: la predestinación o nuestras decisiones?) o los dramas de Lope de Vega, aunque Tirso lleva el conflicto espiritual a un terreno más oscuro y existencial.
Y es que, en un mundo donde muchos viven atormentados por la culpa o la desesperanza, la obra sigue siendo escalofriantemente actual. ¿Cuántas personas se condenan, no por sus errores, sino por creerse indignas de perdón? ¿Cuántas, en la sociedad actual, renuncian a toda fe —no necesariamente religiosa, sino incluso en la humanidad o en un sentido de la vida— por considerar que nada ni nadie puede redimirlas? La obra nos recuerda que la fe no es certeza absoluta, sino confianza en lo que no vemos, y que, sin esa confianza, el alma puede perderse en su propio laberinto.
Recuperar “El condenado por desconfiado” nos enfrenta a una dolorosa paradoja: mientras el Siglo de Oro español convertía el teatro en cátedra de filosofía existencial, hoy atravesamos un desierto intelectual donde pocas obras se atreven a plantear las grandes preguntas. Tirso, Calderón y Cervantes no escribían simples entretenimientos, sino tratados de antropología disfrazados de drama, donde cada verso interrogaba al alma humana. Duele el contraste entre aquella España que dialogaba con Dios y el destino a través de sus personajes, y nuestra época de pensamiento líquido, donde hasta las dudas son superficiales. Quizá el verdadero "condenado por desconfiado" de nuestro tiempo sea quien cree que el arte ya no puede -o debe- indagar en lo trascendente. Con esta obra se nos confirma, otra vez, que la filosofía española más profunda no está en manuales académicos, sino en estas páginas que, cuatro siglos después, siguen interpelándonos con más vigor que mil conferencias contemporáneas. A ver cuándo nos atreveremos a recuperar esa altura de miras.
Blas Molina